Lecturas niveladas
Los espejos amaestrados
No quiere ver, no quiere saber lo que hay hacia delante por eso interpone espejo que lo tape. El espejo se lo oculta servilmente aunque no siempre.
— ¿Que le podríamos regalar a Marianne?
— El otro día me enseñó ella la reforma que han hecho en el ático, y vi que les faltaba un espejo. ¿Por qué no vas adonde el señor aquel que era amigo de tía Elvira? Don Toribio creo que se llama. Allí tienen de todo.
Efectivamente, tenían de todo; demasiado: no sabía cuál elegir. Señalé uno, no muy recargado.
— Ah... Veo que usted entiende; es una preciosidad. Y está, además, muy bien de precio; le saldrá en menos de cuatro mil.
— Creo no haber oído bien.
— No, sí; ha oído usted bien. Le parecerá quizás algo excesivo, pero — tenga en cuenta que todos nuestros espejos se venden ya amaestrados, y, naturalmente, esto lleva muchos gastos; hay que seleccionarlos; hay que tener personal especializado; seguros sociales...
— ¿Amaestrados? — el caso era que aquel hombre no tenía cara de gastar bromas, ni de estar loco.
— Sí, claro. Los espejos de calidad son muy vagos; si por ellos fuera no reflejarían más que estrictamente mandan las leyes de la óptica. Por eso nos vemos obligados a «forzarlos un poco», ya me entiende. Es preciso que le mostremos a usted nuestras instalaciones. Tenga la bondad de acompañarme.
Por una puerta disimulada que había al fondo pasamos a una espaciosa trastienda. Había varios empleados con guardapolvos. Cada uno de ellos estaba frente a un espejo, y le hablaba en un extraño lenguaje. Volví la cabeza con inquietud hacia la puerta, por si había que huir precipitadamente de aquel sitio.
— Estos espejos que ve aquí son ejemplares en fase de perfeccionamiento; ya han pasado prácticamente por todas las otras fases del proceso. Vamos a hacerle una pequeña demostración.
Llamó a uno de sus empleados.
— Ramón, haga usted el favor. Póngase frente a este; aquí, para que nuestro cliente lo pueda apreciar. Al tal Ramón daba pena verlo, pero el espejo devolvía una imagen de él bastante aceptable. Mi perplejidad se iba convirtiendo en oscuros temores.
— Le voy a enseñar ahora lo de abajo. Hace un poco de frío, le advierto.
Seguí a don Toribio. Los empleados me echaron una mirada burlona; luego sabría por qué.
Recorrimos varias salas, todas ellas repletas de preciosos espejos. Pronto nos sumergimos en un estrecho túnel. A medida que bajábamos, las escaleras se iban haciendo más lóbregas. En uno de los rellanos colgaban unas capuchas.
— Tome, vamos a ponernos esto.
— ¿...?
— Con los de aquí abajo toda precaución es poca. Si se quedan con su cara puede que algún día le hagan una faena, porque además se transmiten las imágenes de unos a otros.
El sótano era una excavación a modo de catacumbas, con pasillos y galerías laterales. Había tan solo una pequeña bombilla, y envuelta en un trapo.
— Vamos hacia las celdas de castigo. Deme la mano, está el suelo muy mal en algunas zonas.
Paramos frente a una puerta de hierro. De detrás de ella provenían unos débiles sollozos, muy extraños. Cuando me di cuenta de qué clase de sollozos se trataba sentí que se me ponía la carne de gallina.
— Mire, don Toribio —me salía sólo un hilo de voz—. Mi mujer sabe que he venido aquí. Y lo sabe también mi socio, y su secretaria...
— No le va a pasar a usted nada; tranquilo. No son más que espejos. Los tenemos encerrados varios meses, en la oscuridad, para que se vayan «ablandando», que decimos aquí.
— Pero es terrible...
— No tanto como parece. Hay muchos que fingen el llanto, para que creamos que ya están a punto.
— ¿Y en ese caso...?
— Cuando lo descubrimos, otra vez para adentro. Y a algunos no tenemos más remedio que ejecutarlos.
— ¿Ejecutarlos?
— Sí; sólo a los que vuelven a jugarnos una mala pasada. ¿Quiere ver la celda de los condenados a muerte? Hay siempre alguno, porque atrasamos las ejecuciones para hacerlas delante de los que aún pueden corregirse, para que les sirva de lección.
Aquello me pareció ya demasiado: solté una carcajada, y sentí un gran alivio.
— Vamos, pues, a ver a esos desgraciados —dije, riéndome de nuevo.
Caminamos por una larga galería. Al final había una habitación iluminada.
— A estos ya no importa que les dé la luz. Tome: tenga cuidado; son peores que las fieras.
Y me alargó un martillo.
— Fíjese usted en ése.
Me puse frente al que dijo, observándolo por todos lados. Comencé a oír algo parecido a un zumbido. De repente me vi. Santo Dios: CÓMO ME VI. El grito del espejo se confundió con mi propio grito: levanté el martillo; entonces el espejo me devolvió una imagen todavía más espantosa. No sé cuántos años tengo que vivir aún, pero sé que no conseguiré olvidar esta visión. Caí desmayado al suelo.
Recobré el conocimiento en un diván que tenía don Toribio en su despacho. Puso el tapón al frasco de sales.
— No ha sido nada; solamente el susto. Es preciso que nuestros clientes tengan esta experiencia. Creo que ahora puede comprender la razón de que nuestros precios sean, digamos, poco frecuentes.
A los pocos días estuve en casa de Marianne, y corrí a ver el espejo. Llamé a don Toribio esa misma tarde:
— ... Le parecerá a usted una locura, pero le he notado al espejo como una especie de...
— ¿Sonrisa irónica?
— Sí, exactamente.
— Ah, no se preocupe. Esa es la señal de que está bien amaestrado. Es lo que permite tener la seguridad de que devolverá siempre a sus dueños la mejor imagen.
Alberto Escudero (España)